Maravillosa inocencia de la niñez en días difíciles...

Corría la década del 90, exactamente era Febrero del año 94, tenía 12 años y toda una vida por delante, no recuerdo qué pensaría para esos días, si recuerdo que pasaba mis tardes jugando en la casa del árbol que había construido junto a mi entrañable amigo Enriquito.
En la tele de fondo estaba Bernardo Neustant junto a Mariano Grondona en el famoso programa Tiempo Nuevo que para esos días no eran tan impresentables, o quizás lo serian con la salvedad de que aún no nos dábamos cuenta. Esa noche papá, tras terminar de cenar, y mientras mamá lavaba los platos, me preguntó si quería acompañarlo en su viaje semanal a la Capital Federal. Me explicó que él iba a comprar telas y demás insumos para confeccionar las prendas que el mismo cortaba, cosía y comercializaba en su taller textil razón por la cual debíamos de caminar mucho buscando las mejores relaciones entre calidad y precio, básicamente de telas. Obvio que gustosamente accedí, aunque no pude expresar la alegría como hubiese querido pues mi hermana tres años menor, no podía enterarse porque esta vez no podíamos viajar los dos. Yo sabía a la perfección que él me compraría algún regalo, almorzaríamos en un lindo lugar y como suele pasar cada vez que estamos entretenidos, el tiempo volaría. 
Estaba contento porque iba a viajar en tren, esa emoción era contrarrestada con la tristeza en el rostro de mi padre cada vez que tenía que subirse al tren, cruzar a las viejas amistades en la estación, todo le despertaba nostalgia y yo recién lo noto hoy. Como me tocaba acompañarlo en este viaje también me había tocado estar a su lado al cobrar su indemnización por despido del ferrocarril. Creo que no debe haber nada más desesperante que a un padre de familia pierda su fuente de trabajo. Fue ese y no otro el día en que como familia, con mi padre a la cabeza, comenzamos a deslizarnos por un tobogán lógicamente cuesta abajo. Fue una época realmente difícil la que le toco atravesar a muchas familias como la mía, donde la Industria Nacional en su conjunto fue totalmente vapuleada por una apertura feroz de las importaciones, donde era prácticamente imposible competir en ese contexto. Particularmente la industria textil, como la del juguete y calzado fueron de las más perjudicadas y nuestro caso no fue justamente la excepción. Obviamente fundimos y cerramos, pero eso no sería todo pues tuvimos que vender las maquinas (las comimos) pero nos quedamos con las deudas de los créditos que mi madre había sacado para poder comprar algunas de ellas –una collareta y una overlock-.  
Era lunes, temprano, antes de las ocho, arrancamos en el Peugeot 404 camino a la Estación de Ferrocarril en donde tomaríamos el tren hacia nuestro destino. El guarda del tren era siempre el mismo, muy delgado de pelo largo, de prominente nariz y que vestía siempre pantalón gris con un saco azul, con corbata del mismo color. Este jamás le cobraba a mi padre el valor del pasaje, se notaba que le tenía una gran estima.  
-Que te voy a cobrar a vos negro, si vos sos de la familia ferroviaria- Le dijo, sin darse cuenta que un comentario así para él era una puñalada al corazón, porque mi viejo sentía y quería como nada en el mundo seguir siendo parte de esa familia que mencionaba. 
Emprendimos viaje, cuatro horas nos separaban del la Capital de todos los Argentinos, un gran conglomerado de gente, enloquecida, corriendo en tantos sentidos cómo es posible. Rios de autos y colectivos. Locales agrupados por rubro, puesteros en la vereda vendiendo las más variadas chucherías, cualquier cosa podía hallarse en Once, cualquier cosa siempre que no sea de fabricación nacional.
Llegamos a la hora programada, alrededor del medio día, por lo que comenzamos el safari, compramos todo lo que papá necesitaba, en realidad todo hasta donde le alcanzó la plata. Compró -raramente lo recuerdo- dos rollos de tela de algodón frisada, gris melange y otro azul, esto mismo como gentileza por ser cliente, se lo llevarían hasta la estación de trenes, ratito antes de que peguemos la vuelta a casa. El resto de la compra lo llevaríamos con nosotros, no eran más que dos bolsas de consorcio negras las cuales tenían hechas unas manijas con cinta aisladora para poder ser llevadas cómodamente.
A todo esto ya habíamos caminado mucho, casi corriendo, como contagiados por la sinergia de la gente, el ritmo de vida es realmente abrumador, me llamó la atención en ese momento como también me pasa ahora y ojala nunca me acostumbre a eso, me resistí y lo me resistiré siempre.
Papá me pregunto qué quería, podía hacerme un regalo, recuerdo que mi deseo no era que me compre un juguete sino que yo “necesitaba” herramientas para jugar con mi amigo Enrique, así fue que entramos a una inmensa ferretería industrial y me compró un soldador de estaño, estaño, una alicate para cortar cables, juego de destornilladores, cables y algún que otro accesorio relacionado con la electrónica, donde yo quería incursionar. Logró, primero caerle en gracia al vendedor con un chiste más luego se embarco en una ardua negociación -finalizada con exito- para que la pequeña compra se le dejen todo a precio mayorista.
A esta altura estábamos ambos exhaustos, nos dirigimos a comer a un restaurant, que aún sigue estando, sobre calle Rivadavia, cerca de la Plaza Miserere. No recuerdo que comí pero sí recuerdo que él solo se tomo un café. Ahora, como en otras tantas cuestiones, me doy cuenta que el mango escaseaba, cosas de padres que son capaces de esto justamente, son capaces de fingir que no tienen hambre con tal de regalarme un día del que, sin dudas, jamás me olvidaré.
Era la hora de dirigirnos a la estación, debíamos estar a la hora pautada para recibir las telas que habíamos comprado, luego las llevamos hasta el furgón y nos acomodamos. Recuerdo que mi padre en el afán de mantenerme entretenido inventó un juego. El contaría los autos Ford y yo todos los Chevrolet, así lo hicimos hasta que me quedé dormido. Al despertarme, me dijo (y le creí) que él los había seguido contando y que yo había ganado por una amplia diferencia.
Los regalos que mi padre me había hecho con tanto esfuerzo nos lo robaron en el tren, lo que provocó una gran melancolía en mí. Nunca más volví a hacerme de esas herramientas. En el momento esto era todo lo que me importaba, hasta lloré por esto. Enrique hoy es ingeniero Electrónico y esa podría haber sido mi suerte de no haber perdido esa bolsa.
Hoy  logro poner en valor el recuerdo, 21 años después, donde lo importante fue el tiempo compartido, los gestos y los recuerdos junto a mi papá. Fue un día maravilloso, este el verdadero final feliz de este corto y real relato de mi infancia.